jueves, 23 de junio de 2011

ENCUENTROS. ELKA.





Siempre empieza de la misma manera, con un mensaje en el contestador de la recepcionista de la agencia para la que trabajo. Una voz, femenina, que sospecho debe estar respaldada por una persona, y que se dirige a mí con un alto grado de complicidad aunque nunca nos hayamos visto: te ha llamado el rarito. Más tarde me indica que los pormenores del servicio me los envía por correo electrónico.

Mientras espero que se desperece el ordenador pienso que sí, que aquel cliente es peculiar, pero no mucho más que los demás. Sus rarezas, en todo momento, habían sido mucho más inocentes que las de otros que, detrás de sus status y sus impolutas imágenes, esconden perversiones incómodas, cuando no humillantes, a la vez que antihigiénicas. Él, el rarito, hasta ahora, se ha comportado en extremo educado, asaz atento, siempre limpio y pulcro, tanto en su aspecto como en la forma de conducirse. A todas estas virtudes siempre ha unido la de la generosidad, y a la minuta que la agencia le cobra ha añadido una generosa propina, que me entrega con impostado descuido, complementando mis ya de por sí feraces honorarios. No es atractivo, quizás lo fue en algún momento de su vida y no tiene aspecto de cuidarse en extremo, aunque ya está en una edad en donde debiera considerarlo. Exige que sea yo, Elka, y no otra, la contratada, y bien sé que lo hace por mi aspecto juvenil, casi aniñado. Puede ser que le guste fantasear con niñas; no es el primero, ni será el último. Pero sus acciones guardan algo de candidez.

En nuestra primera cita fuimos al cine, a una sesión vespertina, a ver una película de vampiros llenos de hormonas, muy del gusto de de los adolescentes de ahora. Quizás por ser día de diario, o también por lo inusual de la hora, la sala estaba casi vacía; algunas parejas de jovencitos con aspecto de haberse saltado las clases y nosotros. Ocupamos dos butacas de una de las últimas filas, lejos de la salida. Para aquella ocasión me exigió uniforme escolar. Menos mal que entre las pocas compañeras que conozco hay una madre cuya hija acababa de terminar el bachillerato en un reputadísimo- y nunca mejor dicho- colegio de monjas.

Durante los anuncios comerciales y los avances de las próximas novedades cinematográficas se dedicó a hablarme en voz baja, de nimiedades tales como lo cómodos que eran los asientos o lo saladas que estaban las palomitas que había comprado. Se le notaba algo nervioso, excitado, y si nos rozábamos, podía notar la vertiginosa velocidad a la que palpitaba su corazón.


Al comenzar la película pasó un brazo por detrás de mi hombro y empezó a acariciarme descuidadamente, como si cada aproximación a mis senos, fueran más una conquista del disimulo que la producida por el deseo.

A mitad de la película todo había acabado. La carne se destensó en cuanto decidí ser participativa. Después se instaló entre nosotros esa incomodidad viscosa que yo ya manejo con destreza, y que sin embargo ningún pañuelo de papel puede borrar, la de la derrota del tiempo varado en alguna ley física.

Con la excusa de sus ansias de fumar abandonamos el cine antes de que los protagonistas del film, sedientos de sangre, hubieran terminado su líquida cena. Para mi sorpresa me llevó a merendar a una hamburguesería. Me dio dos de cien y se despidió hasta la próxima rogándome que fuera buena, que siguiera tan guapa y que no me metiera en líos. Noté que se sentía en la obligación de decirme algo, de ser cortés en todo momento.

Un sonido de campanilla procedente de mi ordenador me avisa. Leo el mensaje. Esta vez le ha debido costar una pasta pues me ha contratado para aproximadamente 12 horas. Pide que lleve atuendo de excursionista, e imprescindible, ropa interior cómoda de algodón estampada con caricaturas u otros motivos juveniles.

Motivos juveniles. Deduzco que la recepcionista está entrenada en transmitir fantasías o que el cliente se ha aplicado para que sus deseos queden claros.

Rebusco entre mi variado vestuario lo exigido en el mensaje: me salen al paso, más que me encuentro, unas botas de trekking; también tengo unos calcetines gruesos de lana, que junto a las botas dispongo en una pequeña mochila. Añado un pantalón vaquero, un short cortísimo del mismo material, una camisa de cuadros, una camiseta de tirantes y un jersey. Sé, más que sospecho, que iremos al mismo lugar que la otra vez, nuestra segunda cita y, aunque estemos en pleno verano, en la sierra suele refrescar por la noche. En cuanto a la ropa interior me es fácil encontrar un conjunto de braguitas y sujetador, obviamente de algodón, estampado con caricaturas de Hello Kitty, que ya he usado para una despedida de soltero del hijo de un empresario local de la construcción.

No sé que me espera en ese caserón serrano donde estoy segura que me llevará. Suerte que esta vez no ha pedido, como en aquella ocasión, el vestido ibicenco sin tirantes que al parecer tanto se llevaban en los ochenta del siglo pasado, y suerte, también, que mi tía no tira nada, y debo usar la misma talla que ella usaba entonces.

La experiencia ya adquirida por nuestros contactos hace que no me invada el mismo desasosiego de entonces, cuando de la mano me llevó a la parte trasera de la casa, donde estaba un tendedero repleto de sábanas blancas, gastadas por el uso, y bragas y calzoncillos enormes, y del mismo color, aunque más amarillento ¡En qué sosas se puede fijar una!

Acababa de caer la noche y refrescaba. La conversación fue parca y convulsiva y el tono de voz era idéntico al que usó en el cine. La piedra de la pared contra la que me apoyó estaba fría. Las mismas pulsaciones y la misma entrecortada respiración. Agradecí el contacto de su cuerpo cuando mi escote bajó y mi falda subió para encontrarse con éste a la altura de mi vientre hasta convertirse en un todo a modo de faja. La misma torpeza en las caricias aunque con menos disimulo y el mismo final, viscoso, fatigado e invadido de ausencias.

Esa vez no hubo hamburguesería. Una vez recompuestas nuestras figuras entramos en la casa, a la cocina, que ocupaba una gran parte de la planta baja; me encontré sobre el hule de una mesa, unos platos de embutido artesanal, una botella de vino sin marca y dos vasos.

La conversación, durante aquella cena rústica, fría y austera, fue en un grado más madura que la vez anterior. Caí como una idiota cuando a sus preguntas le conté que estaba a punto de acabar mis estudios superiores. Lamenté al instante aquella confesión de principiante, la torpeza al romper la regla de oro de no involucrarse para nada con el cliente. Cada uno jugaba su papel y nunca es conveniente salirse de él.

Pero el mal, si llega a serlo, ya está hecho. En un par de horas me esperará en la misma esquina céntrica, dentro del mismo coche, ambos disfrazados de excursionistas.

7 comentarios:

Anónimo dijo...

¡Hay que ver qué gente tan rarita! Estoo... ¿el teléfono de esta tal Elka lo tienes, o viene en Internet? Besos de coes Rhost o'r isfyd.

Nacho M. dijo...

Gracias Pata, asado o no, por dar luz a éste árido espacio para comentarios.

No, no tengo el teléfono de Elka, pero si lo tuviera no te lo daría. Te imagino gastándote lo que ahorras en tabaco durante un año para poder pagar sus servicios o, lo que es peor, dando sablazos a los amigos. ¡A saber qué rarezas –y además en galés- le pedirías!

Un abrazo, amigo.

Sir Lawrence dijo...

Hace poco leí que el dinero puede comprar el sexo, pero no el amor. También sé que "El dinero no da la felicidad"; pero, como decía Oscar Wilde, es lo único que nos consuela de no serlo.
¿Qué genera esa necesidad de no estar solo, de sentir a otro ser a tu lado, de pagar para ello...?
¿Qué necesidades han de cubrir todas esas Elkas para vender por unas horas su cuerpo, para cobrar por servicios tan primarios...? Curiosa simbiosis la de los seres necesitados...
Cuando uno escribe mezcla imaginación y memoria. Ya me contarás que parte hay de cada una en esta historia ¡bribón!
¡Qué peligro tienen las "lolitas"!
Un abrazo

Marcos dijo...

Tan real como la propia vida. Igual que tienes un estómago agradecido, tienes una cabeza lúcida y grande. Si quieres llámalo envidia. No te había leido, hoy, después de las últimas horas, me pareces más grande, incluso de cabeza, perdón por no salir en la foto, aunque ya no tiene remedio, me arrepiento y sé que le la "restregarás".

Marcos dijo...

Anda...., apruebamé Cervantes. Ayer mandé un comentario y no lo veo, cada vez lo pones más difícil, ya de por sí es leerte, bueno entenderte para los que estudiamos enfrente de un colegio de pago.

Nacho M. dijo...

Bueno Maestro, disfruta de tu dorada emigración. Cuéntanos cómo son por allí las cosas, incluso mándanos alguna instantánea. Aprovecha el tiempo y ejerce ese hedonismo innato que, al parecer, llevamos dentro todos los orfanateros en mayor o menor grado.
Mientras yo vigilaré que la cerveza siga fría a tu regreso. Observaré los cambios estacionales de las bellezas majariegas y seguiré dándole vueltas a qué tendrán las lolitas, aunque tú sabes que yo lo sé y tú no quieres saberlo.

Espero puntual tus comentarios a pesar de los océanos que se pongan por medio.

Salud!

Nacho M. dijo...

Hola Marcos:

Aún andamos con el regustillo de La Quedada en Euzkadi. Buen sitio para comer y beber. Gran país y gran gente.

Me alegro que te haya gustado el post, pero me alegra más verte por aquí.

Un abrazo y de lo de la foto ya te diré algo.