Lo sospechaba, pero no quería creerlo. Mil señales por doquier me avisaban de que no escaparía de la criba. Desde hacia meses la realidad de la empresa era tozuda y se empecinaba, con su “ERE que ERE”, en comerse a sus hijos, como un viejo Saturno novísimo con corbata y todoterreno.
No, no podía pasarme a mí, yo que había amaestrado mi rebeldía, que me había adaptado al férreo sistema, que había jurado la bandera del bienestar, adocenado ya con dúplex cerca del trabajo y percebes terciados los viernes. Yo que había relegado a poses estéticas mi marxismo y que disimulaba más que ocultaba, porque se sabían –renegar es un verbo imperfecto, al menos en éste caso- mis convicciones.
¿Acaso no era yo el qué además de llevar las cuentas de proveedores y pagos, se encargaba de contabilizar los éxitos y fiascos de las demás sociedades de la familia, con mayor o menor pericia pero con altísima dedicación? ¿Cómo podría ser que prescindieran de aquel que no tenía horarios, que prestaba su coche, su tiempo libre y lo que se me hubiese pedido en favor de la Empresa? Sí, Empresa, con mayúsculas, cuando no la Casa. También aprendí el lenguaje subvertido que se usa en el mundo empresarial.
¿No fui yo al que se me encomendó ser el recadero que llevará los documentos con el que mi presidente, amo, dueño y señor nuestro, compró la mayoría de las acciones de la sociedad? (pasemos ya a las reales minúsculas) ¿No era esa suficiente prueba de confianza que, a pesar de las molestias que me ocasionaron, dejaban ver a las claras la intimidad que se depositaba en mí?
¿No era yo el que retiraba el dinero para hacer los pagos por caja, el que acudía a los bancos que no entretenían a mi director? ¿No recibí yo, como la mayoría que no la poseía, la insignia de la empresa en aquella ceremonia de celebración del treinta aniversario y la lucía en la solapa de la chaqueta del traje? ¿No era ese valioso hombrecillo de confianza que toda empresa debe tener? No, todos lo éramos, todos seleccionados, moldeados, perfeccionados y, porque no decirlo, bien pagados, para así poder superar nuestros cada vez más relativizados escrúpulos. La competitividad y el ánimo de lucro requieren esa clase de compromisos, esa especie de patrioterismo a pequeña escala.
Diez años y dos meses. Diez años de “don y señor”, tratamientos alcanzados con turbias mañas. Diez años de vil obediencia, de pequeñas adulaciones, de graduaciones en tiralevitas, de felpudo laboral, de corbata y cuello duro, de zapato lustrado y pelo bien cortado. Diez años de miedo a que se malinterpretara cualquiera de mis gestos, o alguna desafortunada palabra u opinión que sonará a desleal, por parte del “rojillo” amaestrado. Diez años de chistes y chascarrillos en la sombra. Diez años votando en blanco, como triste modo de protesta, en unas manipuladas elecciones sindicales, donde sólo se presentaba un sindicato vertical al que nadie estaba afiliado. Diez años de oído duro y miope vista ante las chulescas maneras que los vástagos herederos exhibían, primero como visitantes y más tarde ocupando los más significativos puestos ganados por vía vaginal. Al fin y al cabo aquello era el reino de su padre y todos y cada uno de nosotros sus súbditos.
Como amaestrado, y ejemplo a seguir, era nuestro amado director. De pasado algo sospechoso, de posicionamiento "sociata" moderado, defensor del libre mercado, de rictus casi siempre rígido y comportamiento sibilino, al que alguien alguna vez describió como cardenal florentino, y que, tras ayudar a fundar la empresa, había participado, con fidelidad canina, en todas las satrapías que al fin y al postre terminaron por enriquecerlo. Aplazó sine die su jubilación para echar una mano, como él argumentaba con los subordinados. Para desarrollar el ERE, como le decía a visitas y necesarios colaboradores.
No, no podía pasarme a mí. No podía pasar que recién llegado de las merecidas, pero cortas vacaciones –exactamente llevaba un par de horas en mi puesto- fuera yo al que llamara mi superior inmediato, el director, el cardenal florentino, el ejecutor del orden y valedor de la disciplina interna, para recitarme el manido discurso tantas veces ejercitado, con menos solemnidad y más llaneza, por ser yo quien era, y anunciarme mi despido, con veinte días de indemnización según las clausula para tal efecto que tenía el expediente de regulación firmado por los representantes de la empresa, etc.
Pues sí, me pasó a mí y a muchos excelentes compañeros. A mí y a mi camarada Enrique, tan “rojillos” y tan atléticos, que ambas especies se extinguieron en el reino. Ocho meses hace ya de esto, diez meses desde que publiqué por última vez en el blog, donde vertía opiniones y daba rienda suelta a mi imaginación, donde ya advertí, un año antes (enlace), lo que se me venía encima con la reforma laboral de Corbacho y Zapatero, aquellos humoristas que resultaron ser lo que eran, aprendices de brujo comparados con las actuales hienas. Escribía con cierto relajo sabiendo que en la corte no suele leer estas cosas.
Según Natalia, mi compañera, aún no lo he superado, y así ando con poca fe en el trabajo que realizo, en los hombres y mujeres que se autodenominan empresarios o empresarias, en la finalidad última de cualquier trabajo, en definitiva en la lealtad recíproca en las relaciones laborales. Y tiene razón la presidenta de la república de mi casa, por lo que he decidido hacer terapia de escritura, empezando a reseñar, como puedo, las fases que ya creo haber recorrido del duelo del despido que cambió mi vida. Primera fase: negación.
P.D. Porque mis esperanzas de volver al reinito se han esfumado, que si no, de qué iba yo a escribir esto.